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jueves, 30 de junio de 2011

Carta Ficticia de un Varado a un Pugilista

En Valparaíso, Paseo Mirador Atkinson, día nubloso. A Jack Johnson, el gigante de Galveston:

"Viejo negro boxeador, dicen los que saben que Rubén Darío publicó su libro en este puerto. Dicen que fue exactamente en mil ochocientos ochenta y ocho. Es un número atractivo, creo. Si yo hubiera escrito un libro también me hubiera gustado llamarlo “Azul.” Pero no es en busca de las estelas de un poeta que he venido a Chile. Vine tras el olor del mar. El mar de este lado de la montaña huele a vainilla, no a fruta. Es un mar pulposo y plano, distinto al que mordisquea los arrecifes expansivos y odiosos de mi patria. El Atlántico es pinchudo, no se cepilla. Además, su hedor a plomo y a achuras hace picar el buche. Es un mar que brota de una lanza, muy cardo. Cuando le entierras los pies, los pierdes. Es porque el mar los masca como si fueran duraznos. Yo pienso que se ha devorado a todos los paquebotes desde los años de la colonia. En cambio, aquí, el océano viene servido como una compota; es un mar conciente y almibarado.
Ayer nomás, en Viña, entré al agua comiendo una banana, amablemente. El sol caía como la caspa de un hombretón sobre las vainas y las hojuelas del mar. Sentí que mis piernas eran rodeadas por una masa tibia de gelatina, que eran relamidas en todas direcciones. Ya sabes, una dirección es una forma del estallido, nada más. Las cosas cambian cuando despiertan. Lo que gira es mental… siempre. ¿Qué es una elipse sino un modo de la inflexión continua? Pues es así; aquí el mar te circunda los pies, te aprehende. Estoy seguro que es un mar cerebral, que está lleno de sueños, créeme.
Te preguntarás porqué te escribo desde aquí, y porqué te escribo atravesando la calina imposible del espacio y del tiempo, y sobre todo, porqué te escribo a ti. Bueno, es algo sencillo. En un escaparate de una tienda de usados he visto tu foto. Esto pasó un día atestado de chorreras, un verdadero día cavernoso. Los aventureros de la jornada teníamos la sensación de estar deambulando por los pasillos de una bodega sudorosa con un farol sobre la testa, mi gigante. La calle y los cerros se habían puesto morados y enfermos, iguales al mosto. El viento yacía como un perro, enrollado y ocioso sobre la arcilla. Los ojos de las mujeres lucían impertinentes cual lentejuelas. Los pasadizos urbanos se abrían hacia lo oscuro despidiendo bandadas de arenisca. Y en medio de tales contrariedades atmosféricas transitaba yo, compadre, quién más. Iba por una calleja impropia, sin paraguas, silbando. Pues fíjate que allí, apoyada contra una radio a galena color almendra, estaba tu foto. Lo primero que conocí de ti fue tu calva perfecta y lunar. Te juro que brillabas. Cómo brillabas, mi forzudo. La fotografía no decía mucho acerca del contexto; eras tú su foco, su cáliz. Tus ojos colmaban tu rostro, eran sucesos petrolíferos, anegaciones negras. Cualquiera que hubiese puesto un dedo sobre tus córneas lo hubiera retirado cubierto de brea, o de queso. Te confieso que me dieron ganas de hincar una uña en la masa de uno de tus ojos. Eran dos postres de uva, qué va.
Una vez que pude secarme la cara del escupitajo apacible de tu mirada, me volqué encima de tus músculos. Allí, cruzado de brazos y en cueros, te asemejabas a un pulpo. Te supuse pegajoso y melifluo como un flan. Recuerdo que llevé mi mano al bolsillo para tocarme el muslo. Desde niño soy capaz de subrayar cualquier clase de ensueño mediante el contacto lascivo, viejo negro. De modo que necesité engarzar la apertura física que me causabas, con el pulso concreto de la sangre bajo la burbuja de mi muslo, esas cosas.
Lo cierto, amigo, es que me compré tu foto. Me la envolvieron en un papel cimbreante, así fue. Como te imaginarás, anduve esquivando las babas de la brisa con mi cuadro empaquetado. Ya en el hotel, lo puse delante de un espejo,  encima de un aparador. Le apunté una lámpara esteparia y atranqué la puerta. Creo que estuve más de una hora con los ojos apoyados en la curvatura de tu cuello, y en los precipicios de tus hombros. Estaba desnudo, pero tenía los genitales cruzados con una colcha. El corazón se me descascaraba entre los huesos como si fuera una galleta. Te aseguro que ponía mis manos sobre mis testículos con enorme ternura, mi gigante, con respeto. Al final me derramé sobre la pantorrilla. Fue una conclusión crepuscular, como el beso de un imberbe en el nido de una axila. Hasta me parece que en medio del espeso y suave desborde dije, “te pareces a mi padre, gigantón”, esas cosas.
Mi viaje no tiene ribetes, ni carozo. No sé cuándo ni cómo retornaré a mi casa, y no me importa. Salgo a caminar y a tomar café por todas partes. Yo diría que me impulsa una energía castrense, o primaveral. Cuando regreso al cuarto del hotel se me da por mirarte, y te charlo. Te he puesto de manera que la claridad funeraria del atardecer te dé justo en el pecho. Compré dos jarras esmaltadas y las puse a modo de columnas guardianas a ambos lados de tu estampa. Hoy las cargaré con flores.
Anclo la mano bajo las sábanas y te pregunto, ¿quiénes somos, gigantón? El azar no existe, eso es obvio. No hay espacios en blanco, estamos bañados, te digo. La luna es un imán que me eriza los pelos. No sé, nada sé, viejo negro.
A veces me quedo fumando en el pasaje Atkinson, y garabateo esta carta. Entonces extraño tu fotografía. Tengo la costumbre de llevármela a dormir sobre el pecho, ha de ser eso. Otros tienen un cofre donde atesoran mechas, y guantes, y dijes. Yo tengo la fotografía de un nubarrón humano, qué hay. Te aseguro que es una foto que pesa cien kilos, como un barco.
He llegado a Chile hace más de una quincena, pero ya me siento como un nativo. Mondo panecillos con manjar y miro programas cómicos de televisión en el vestíbulo. Dicen que sonrío como un guaso. Dicen que me estoy volviendo transparente, o gris. Te cuento que salgo en ayunas y me escondo. Huyo del roce de los transeúntes. Me compro pedazos de torta y los degluto como un gorila sentado frente al mar, eso sí.
Qué nos pasa, mi gigante. Qué nos obstruye. Qué nos delimita, dime.
En mi juventud discutía con los sabios acerca de la imposibilidad del azar. Yo sostenía que los dados, o que los naipes, tienen memoria. Que tanto vale explicar el comportamiento de los neurotransmisores con metáforas dinámicas o geométricas, como describir la actitud de una perinola con figuras extractadas de la sociología política, qué se yo.
No sé qué tengo, el mar me está decantando. Estoy enjuto como un gladiolo. El cabello me crece rápido; es un aguacero. Las uñas se me han puesto blancas y sedosas. Si tuvieran que dibujarme, de seguro lo harían con un palo quemado y sobre un vidrio. No tengo densidad, soy como una palabra que vibra en el fondo de una vasija.
Últimamente los pájaros se me abalanzan a la noche, al borde de la ventana. Sospecho que quieren declararme algo crucial, pero no alcanzo a comprender. Sólo me concentro en los nudos de tu cuerpo, y subo. Subo tironeado por la fuerza de tus brazos, eso.
No parece que esta situación haya empezado alguna vez, y no creo que sea posible disuadirla nunca. Algo me ha hecho serte tuyo, viejo negro. Probablemente se trate de alguna clase de muerte insípida. Yo solamente me consuelo dejando de ser, frente a tu cuerpo.

Eso."                                                                                         
Firmado: Marcelo Cuevas
un admirador

Rafael Teicher