Eligió
una mesa pequeña cerca de una de las ochavas del local. Las paredes pintadas de
color pistacho le resultaron permeables. Son como fondos de peceras, pensó. En realidad
no pensó eso, ni que eran vidriadas, ni que las paredes, como entes separados
de su chorro de ser —pensamiento de sí—, pudieran asimilarse a arenas cocidas
hasta alcanzar la transparencia, ni pensó en las similitudes entre el bar y las
cosas ajenas al bar, ni pensó en ninguna cosa. Para ser francos, solamente
eligió una mesa pequeña que le recordó con la fuerza de una caída la sensación
de la niñez. Todo lo pequeño es infantil y todo lo grande es viejo, eso sí lo
pensó al escoger el sitio donde pasar la tarde. Quería sentarse frente a un
vidrio para recobrar el bienestar de lo interno. Necesitaba poner la tilde en
la diferencia entre lo de aquí y lo de allá. Para ello se procuraba un tabique
de cristal, un mediador entre el viento y el rostro. Al fin de cuentas, una
ventana no es más que un dique que arbitra entre dos mares: el mar de la vista
y el mar de los milagros. Todo suceso es un milagro. Todo objeto es milagroso. Ocurren
sin más, irónicos, altivos, inobjetablemente impropios. No se puede poseer al
pájaro que amontona cáscaras podridas con el pico, ni se puede poseer el caucho
de una rueda, ni un escupitajo brillante. No se puede domeñar y moldear ni siquiera
un suceso tan estúpido y veraz como el tropiezo de un hombre indiferente y
pujante con un balde. Nada. No tenemos nada, no estamos en ningún lugar, ni
adentro ni afuera de otras cosas. Sólo las fronteras de viento. Y él demandaba
la idea del refugio. Esa tarde habría de roerla suavemente, en una concavidad
de cara a una convexidad. Requería lo profundo y el ombligo, tanto como los
lametazos de la luz y del sol en las manos y en el cuerpo.
Rafael Teicher