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sábado, 23 de febrero de 2013

"Huida a las Tinieblas"

Reflexiones sobre una Novela de Arthur Schnitzler

Mientras leía la novela vienesa de Interbellum "Flucht in die Finsternis" ( publicada en 1931 ) de Arthur Schnitzler, era capaz de detectar o de toparme —claro que sin fricción ni atropello—, con módulos menudos, dispersos, casi temblantes, de una prosa descriptiva, parca, y esencial. El darse contra las pecheras de estos bultos hermosos sucedía en conjunción con la certeza de que su modo de arribo a las geografías del texto, había sido absolutamente natural. No se trataba de una instalación de pasajes contra-natura. Tampoco constituían emergencias desde el tapiz vegetatitvo del libro. No irrumpían arborescentemente ni coqueteaban como furcias pasadas a retiro por los celadores del gusto. No resultaban funcionales al resto de nada. Más bien existían a la par. Como luces. 

Al ir pasando las páginas no podía evitar el verme galopando como un neurótico por la pendiente de la obra ( es un texto poseído por un vértigo argumental que, sin embargo, no declina en lo elíptico o en lo inconcluso ), iluminado por estos fanales, por estos momentos de bonanza cromática y figurativa. También me daba cuenta que dichos cruces —en el sentido de Presencias en un Presente—, eran verdaderos pliegues plásticos o colisiones amorosas de pigmentos y organismos. Cobraba conciencia de la delicadeza con la cual se tomaban de las manos los unos a los otros, y del espíritu libertario, que los hacía entregarse como cuerpos dóciles a las bestias argumentales reinantes en los centros del libro. Sabía que todas estas exquisitas protuberancias podían ser colapsadas bajo la cúpula de un solo poema: cualquier poema sobre un crepúsculo de Georg Trakl. 

Durante los trayectos ópticos y sintácticos de la lectura, iba concibiendo una maniobra de eugenesia escritural, apenas suavizada por una sensación de elevamiento interno. Pretendía extraer todos los episodios radiosos de descripción paisajística, para, eslabonados, presentarlos bajo el imperio refrescante de una nueva obra. Lo hacía mentalmente. Con una, dos, o tres carillas. El resultado era maravilloso. Confería una impresión de permanencia. La difícil permanencia de las cosas puras. En ningún caso, la permanencia dictatorial y mediocre del risco. Esta impresión de estancia y de proximidad tenía a la vez un sabor ominoso, una desdicha y una dulzura en su piel. En ella predominaba lo áureo, y entonces: lo frío. Abundaban los arbustos y los árboles y los sones de las campanas. Allí, en esos rincones velados, no penetraba el mareo cartesiano. Allí anochecía por dentro de un párpado invencible. Pestañas lunares dejaban gotas de futuro en las aristas de las plantas. Se diría que Schnitzler había dejado pasar a un anciano con un candil para que fuera derramando miga de oro entre las cosas. En la medida que la concatenación de estos módulos preciosos progresaba al compás de la lectura, se establecía en mis huesos un ansia de recuperación. Todo mi yo pretendía lo indecible. Estaba al borde de una secreta restauración de lo homogéneo. Algo actuaba a contrapelo de la diáspora. Se le presentaba contrapunto a la rotura del tiempo. Íbamos, el libro y yo, cicatrizando la cifrada efervescencia de lo opaco. Echábamos el aceite de la alegría sobre la vena abierta del número. 

Recuerdo que, según costumbre, cuando cerré el pequeño libro, me dirigí al patio de la casa. Aspiré. Exhalé. Declaré mi total pertenencia y mi demencial confianza a la carrera del aire. Y dije: creo que esta vez sí he pasado muy (¡pero muy!) cerca de la fuente. 
Qué pobre se me presentaba la maquinaria de la trama ante el resplandor helénico de esta fuente invisible. Y qué cruda era. Por primera vez estaba seguro de que la fealdad es el único atributo posible para el misterio. Sólo lo monstruoso es lo real. Lo congruente es elusivo. Así las cosas, esa fuente más que metafísica se me presentaba como hiperfísica, como una cicatriz en un seno.

Si alguien me hubiese preguntado en aquel instante en qué pensaba o qué pensaba sobre el libro que acababa de depositar sobre la mesa, seguramente me hubiera procurado una burbuja de silencio y se le hubiera espetado en el morro. No pensaba, caramba. Cómo pensar en momento semejante. A qué desvelado se le ocurren tales cosas. No pensaba y no hacía. Y sin embargo, percibía por una suerte de ramo de mi ausencia, o antena de superficie infinita, que algo estaba huyendo. Algo pasaba ligeramente entre algo, o entre nada. No era algo triste o algo níveo. Era más bien una entidad quieta, o mejor: alta. Esa manera de persistir hasta el tuétano en la ascensión le confería ese carácter de "altura". Era un impulso criminoso, minúsculo y perseverante. Una estela en perpetuo desvío. Lo inverso de la vigilancia y la confabulación. Yo diría que estaba mucho más cerca de aquellos segundos inconmensurables en los cuales un contacto deja de ser. 
Ante tal acantilado puesto de cabeza no pude menos que caer en la confección de una querida y hermana lista. Siempre he tenido la manía de las listas. Las hago para ir al mercado. Las hago para comprar películas y libros. Las hago a manera de estructuras piramidales. La hago por niveles disonantes, para cotejar y entrecruzar. Las hago desde lo simple a lo complejo, y desde lo complejo a lo simple. Y las hago para obligar sumideros y/o volcanes. Se me han pegado al cuerpo, las listas. Las amo, qué se le va a hacer. De modo que hice una. Creo que ha sido una de las más prístinas listas que he hecho en mi vida. No fue una lista frondosa, claro. Como todo lo acabado, resultó  rayana en la calvicie, inapelable. Ni bien la miré, al levantar los ojos hacia su pecho desnudo, se me ocurrió que echaba una humarada azulina por las narices. Era altiva, es cierto, pero inmensamente suave, comprable a una mañana de otoño. Rezaba así:

Crepuscular
Inminente
Acecho
Pérdida

Los términos brillaban como piedras de mar en un balde de agua. Me gustaban de un modo gastronómico, creo. O como sucedáneos de las piernas de una mujer. Sentí que se habían fugado de algún papiro perfecto. Que, ingenuamente, o con descoco —según se mire—, salmodiaban por primera vez el nombre con el que yo era conocido en el planisferio de los sueños. 
Entonces, decidí una simplificación todavía más prodigiosa, capaz de convertir esos pedruscos centelleantes en una bandera irrefutable. Ya no intentaría una palabra. Atraparía las sombras.
Así, sin darme cuenta, estaba huyendo. Daba saltos de término a término. Nadaba entre hiatos. Pendiendo. Milagroso y pueril. Pendiendo... ¿Y qué es huir? ¿Acaso no se trata de una de las formas menos acústicas del apagamiento? Todos los textos huyen y se apagan. Se consumen todo el tiempo como rayos en el corazón de una vasija. Los libros son crepusculares, siempre. Retornan a la noche silenciosa como cometas de papel arrancados por el viento. Regresan. Su naturaleza misma es el tender. Van a Itaca, hacia lo oscuro. Y, estrictamente hablando: mueren. 

Estaba extasiado oliendo la cabellera del misterio. Manoseaba la cabellera del misterio. Un libro es una gotera que cae sobre un lago hecho de sombras, pensé. Y este pensamiento, por fin, curiosamente, tuvo la virtud de serenar mis huesos. 

Rafael Teicher

lunes, 18 de febrero de 2013

Cuatro Luminarias al Sur



Sylvia Molloy (Argentina)
Silvina Ocampo (Argentina)
Clarice Lispector (Brasil)
Marosa Di Giorgio (Uruguay)


lunes, 4 de febrero de 2013

4 Discos Espirituales



Meredith Monk: Dolmen Music
Montserrat Figueras / Jordi Savall: Diáspora Sefardí: 
The Mahavishnu Orchestra: Apocalipse
Gabriel Fauré: Réquiem

domingo, 3 de febrero de 2013

Tan Canónicos como los Otros


César Aira
Juan José Saer
Marco Denevi
Héctor Tizón