El cuerpo de especialistas militares estaba compuesto por tres cirujanos: Siegele, Baumgarten, y el propio Flückinger, y por dos tenientes coroneles: Büttner y von Lindelfels. Con la participación de algunos gitanos, se exhumaron los cuerpos. Cinco afloraron corruptos, y doce intactos y colmados de sangre sin coagular. Los informes de Flückinger son más técnicos que los de Glaser. Algunos lucían, consta, con la piel encendida y las uñas nuevas y limpias, incluso aquellos que en vida habían tenido epidermis mustia, o ajada.
El equipo le cortó las cabezas a estos doce cadáveres y los quemó. Ya en Belgrado, Flückiger publicó un libro: “Visum et Respetum”, que difundió el uso del término “vampirus”.
¿Qué es un vampiro? Una entidad suspendida entre la vida y la muerte, un adicto a la sangre. Derrama sangre. Se sostiene en, y por, la sangre del sacrificio. Bebe al pie de la cruz la sangre que mana del mártir. Es la actividad opuesta a la del Cristo. Cristo se dona, regala su sangre, la pierde, por la salvación del mundo. El vampiro, absorbe la sangre del mundo para su manutención individual. Es un sacerdote vuelto haci sí. Practica una misa negra solitaria. Convierte la sangre en pan, al revés que en la maniobra eucarística, donde el pan y el vino, se transubstancian en el cuerpo y la sangre del Cordero.
Estamos fascinados. Quisiéramos hojear los originales del informe de Flückinger, visitar el pueblo mediterráneo de Medveja. Porque lo que perseguimos es un estado. No vamos a por un sitio, ni siquiera a por un espaciotiempo concreto. Nos apetecen unas coordenadas inmanentes. Sucede igual durante la lectura de los ágiles y veloces cuentos de Roberto Bolaño, o con los flujos narrativos meticulosos de Juan José Saer. Uno no desea desenlaces. Uno encarna en el espacio del texto. Todo se vuelve sagrado. El relato se nos presenta como templo. Lo amamos, le tememos, lo profanamos y defendemos al unísono, con cada latido cardíaco y con cada movimiento respiratorio. También pasa esto con las películas de terror de buena factura, las de David Lynch por ejemplo. El terror de lo paranormal es una antesala para el descenso del Espíritu. Cuando somos poseídos por el miedo, el alma se tensa hacia lo otro. Tiende a lo oscuro, a lo cerrado, y a lo ajeno. Y en esta penumbra habita el Amor. En última instancia, quien necesita caer en una sensación de escalofrío, requiere a Dios.
Qué es realmente lo que buscamos. ¿Queremos encontrarlo?
Retornemos a Drácula, y a Mina. Hemos visto al pasar algunos nombres: Vlad Tepes, Erzsébet Bathory. ¿Quiénes han sido estos nombres? ¿Qué discurso carnal han sido? ¿Qué proceso? ¿Qué dinámica y qué camino? ¿Hacia dónde marcharon y dónde se hallan? ¿Cómo consuenan en mi conciencia del presente? Y aun: ¿quiero verdaderamente perderme en las geografías biográficas de estos nombres del pasado? ¿Gano con ello? ¿Conquisto paz para el palpitar de mi herida: la conciencia?
Continúa el vértigo crepuscular que nos empuja hacia el no-yo.
¿Por qué el vampiro tiene sed?, esa es la pregunta. ¿Qué denuncia su sed sobre la identidad? ¿Es posible la existencia sin sed?
Existir es el hambre. Somos, tal vez, vampiros. Todos deseamos el pan y la sangre del mundo. Estamos poblados de voracidades y de instintos rapaces. La estaca que ha de clavársenos en el pecho es la Palabra de la Vida. El vampiro es una alegoría del pecado, no de la ciencia. Por eso repulsa el sol. Anhela tanto que se ha estancado en un instante. Detuvo la dinámica del cuerpo. Se esconde de la muerte como un rufián. No abre su ser a lo inconmensurable. Prefiere tapar el futuro con detritos y carroña. Luce envuelto en una burbuja sombría y pestilente. No arriesga. Tiene la vida más segura de todas, la del burgués. Cuando tiembla, descarga su violencia sobre el otro, sobre el mudo, sobre el no-yo. Descarga la furia y bebe. No es capaz de amor. Amor es dádiva de sí, renuncia, conversión del propio cuerpo en pan y en vino.
¿Y Erzsébet Bathory? Era una condesa homicida, una cainita. Torturaba y masacraba obscenamente a campesinas fungibles. Despreciaba la cara. Rendía culto al cuerpo compuesto y masivo genital. Igual que el marqués de Sade. No toleraba la interpelación del rostro. Cubría el amor con el deseo. Huía de la necesidad mediante la violencia. Como nosotros, cuando transformamos la culpa que sentimos ante el inocente, por el daño que ya le hemos propinado, en más enojo. Algo nos enceguece. Nos domina y nos desborda la irritación. Nos encona la inconsistencia del orbe y nuestra propia naturaleza fangosa. Quisiéramos la belleza íntegra, y no la mancha. Lo que nos vuelve locos es la mancha.
Como hemos manchado el vestido luminoso del santo con los venenos repugnantes de nuestra obra, entonces decidimos detenerlo. Queremos morir de hondura. Y al quererlo, damos el disparo de gracia. Nos odiamos. Odiamos existir. Odiamos tener un rostro. Queremos rasguñarnos hasta extirpar de nuestra cara la vergüenza, y la luz. Nos posee el fervor del anonimato vindicativo, lo uniforme, lo democrático. Seríamos capaces de incendiar el horizonte entero como ofrenda por un defecto imponderable.
Para dejar de ser despóticos, todo ello ha de ir a la cruz. Hemos de llevar al Gólgota, y a la mesa de Pésaj, las pasiones y el fastidio que nos mandan. Hemos de perdonarnos el peso, el pálpito, la exhalación, y el rostro.
Rafael Teicher