-A Gabi
La vieja casona del Hospital Pirovano olía a carbón de pan y a trapos. Cantaba silencio. Al pasar junto a las paredes del inmueble se tenía la sensación de estar dentro de un hangar de silencio, o en una construcción militar subterránea donde se guardasen bombas de silencio, o fuego. El edificio semejaba un quelonio enorme pintado de blanco en cuyo cuerpo central se elevaba una atalaya casi octogonal con ventanas celestes. En la acera de en frente las enredaderas proyectaban sombras sobre el lomo de un acoplado suelto, sin la carlinga de conducción.
El hombre caminaba y sentía la presencia del hierro helado de las verjas, la salmuera de la noche en sus fauces, el olor a mirtos pisados que brotaba de la tierra removida en los jardines. Caminaba y creía que la luna iría a caer derecho contra las antenas del nosocomio, o a enterrarse en el cristal de un coche.
Oía voces enjambradas con el silencio, como algas. Las suelas de sus Nike superaban escombros de baldosa amarilla y unos medios tubos llenos de agua negra.
Iba mirando los faros secos, el yodo de la calle, las legañas de lluvia apelmazadas en los timbres de los porteros color diente postizo.
El asfalto resplandecía como el vientre de una niña. Sudaba como el vientre de una niña contorsionista, un tanto boba, e impune.
En este hospital estuvo aherrojada Pizarnik, pensó. Atada. Maniatada. Forzada. Cómo es que no hay un foso con caimanes rojos, con víboras emplumadas gigantes, pensó. Ha de haberse mudado el criterio armamentístico, pensó. Ahora todo es digital e invisible. Todos los poetas están metidos en cajones de magia, vetados por la praxis celosa del imperio. Los poetas hacemos “piripipí”, dijo, como decía la ingeniera. Y hacer “piripipí” es un modo cortés de mentar lo supernumerario, la escoria.
Hacemos “piripipí”, repitió.
El bar de la esquina de Roque Pérez estaba cerrado. Las persianas se curvaban en la zona ventral como si del otro lado hubiese un bulto acodado contra la cortina. Los vidrios vibraban imperceptiblemente en la penumbra. Quizás también la gruesa de copas colgadas por el mango en un tenderete de madera lustrosa y clara.
Se detuvo. Quería provocar a la bestia del silencio, al bicho. Revolvió los bolsillos enredando los dedos en los hilos rotos. Sentía inmenso placer en llevar las manos bien hondo en los bolsillos de este pantalón de tela. Contactaba sus muslos, el racimo de las monedas de un peso y de veinticinco centavos, los restos de cartulina de envases de chicle. Y dejaba las manos allí, en la bolsa de los canguros de sus bolsillos, en los úteros litúrgicos del cuerpo. Las dejaba dormidas como bebés de cien kilos.
Llegó a la puerta de madera cruda. Tocó. Giró mirando la bandeja de los árboles. Inhaló. Era feliz porque era silencio; no parte del silencio de los muros del Pirovano, sino silencio propio, ausencia de diferencias. Y fiesta.
Rafael Teicher
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