A
Madeira lo fulminó un rayo. Fue un día de sol. Dicen que las piletas de la zona
resplandecían, y que el relámpago no pudo resistirse a una de ellas, la más
ovoide y nutrida, y que se le vino sobre la cresta al pobre hombre. Él había salido
a buscar una garrafa con su carrito, y a mitad de la calle, junto a un magnolio,
cayó como un buey, lleno de espuma y de chispas. En la morgue lo abrieron al
medio. Dicen que las vísceras estaban secas, enmadejadas, y que olían a queso.
Madeira
gustaba de esos momentos concéntricos, así les decía, donde el mundo parece
agolparse sobre los párpados, o bajo los párpados, y todo se derrama hacia el
entrecejo, y aturde, o agiganta. Solía pechar a la lluvia a la manera de un
bisonte. También soñaba con una motocicleta negra. Era hostil, potente, algo
engreído, y tímido. Pasaba las noches en el galpón de Don Eusebio, o en el
depósito de ruedas del hijo de Don Eusebio. Una mañana lo hallaron desmayado
sobre unas llantas con un frasco de alcohol bajo la axila. Lo bebí porque hacía
frío, dijo.
Se
le conocía por su habilidad para criar lagartijas en una pecera. Al fin, Laura,
su novia, harta de estas pasiones abyectas, lo abandonó. Entonces Madeira se pasó
tres meses triste, encerrado en el bar. Pedía un café tras otro y echaba
volutas por la nariz como un cetáceo. Una tarde, se levantó de la silla, arrojó
una colilla contra el suelo, la pisó, y dio un grito asombroso que partió todas
las copas.
El
día fatídico, Madeira bebió una cerveza, le escribió una carta a su padre, y
luego, empujando un carro vertical de dos gomas, salió a campo traviesa en pos
de una garrafa. El rayo lo estaba esperando al pie del magnolio.
Rafael Teicher
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