Contra
las acriminaciones y los exhortos de su madre, Nina partió con dos de sus
compañeros a una excursión al monte. Los había conocido en la escuela de meditación
a la que concurría por consejo de un primo. Su madre la había advertido sobre
la inconveniencia de un viaje con dos muchachos en pleno despliegue genético,
pero ella quería demostrarle —y demostrarse a sí misma— que era poseedora de
una identidad homogénea, y que sus arrebatos amatorios ya estaban extintos. Se
sentía radiante con sus nuevas prácticas y quería dar un corte definitivo a los
oprobios que recibía por parte de sus hermanos y de su madre respecto a la
reputación de la escuela.
La
mañana en que la madre la vio partir en la camioneta de Juan, llevaba puesto un
enterito con pantalón corto y tiradores, además tenía una cinta elástica que
junto con un pañuelo parecían erigir en su cabellera una diadema. La cajuela
del vehículo resplandecía bajo los meneos translúcidos del aire, y dejaba ver
un conjunto de enseres de alpinismo y un enorme rollo de tela. Juan se había
presentado con Carlo, al que llamaban “Dumbo” por causa de la carnosidad de sus
orejas y por cierta capacidad aerodinámica que ostentaba a la hora de los
ejercicios del yoga. Nina había salido con Carlo un par de veces y se había
asombrado de la sequía y de la llaneza de sus modos. Recordaba al joven
deglutiendo confites en el asiento trasero del auto cual si fuera un autómata de
hojalata accionado mediante un aparejo de cuerdas. Con Juan, en cambio, sólo había
mantenido una disputa acerca de la hiperventilación inducida, pero sospechaba
que llevaba una vida rústica, y que su corte de cabello al acero denotaba mucho
más que un modismo, y que constituía el santo y seña de alguna cofradía
nocturna de esas que organizan convites en las casas en ruinas en los cuales
las drogas y las cartas circulan como regueros. A pesar de las dudas que tenía
acerca de la higiene astral de sus camaradas, Nina había aceptado la invitación
sin mayor reticencia.
Compete
decir que Nina era una chica pomposa de inaugurales veintitrés años. Su melena parecía
un lirio y pendía por sus hombros como una capelina. Le gustaba cepillarla con
un peine que le había regalado su abuela. Es un regalo que se derrama de una Mejía
a la otra, le dijo al dárselo. Si te frotas con él honrarás la estirpe, agregó.
Nina, que poco sabía de los cinismos y de las mezquindades de alcurnia, se
aferró al obsequio como si fuera un remo. A menudo solía suponerse con los
pelos encrespados cual cordeles eléctricos sorbidos por la correntada de una
ventana que da hacia un bosque. Y acompañaba dichas alucinaciones con
surgimientos de cocos velludos o de micos que venían rugiendo y dándose manazos
en la pechera y cuya sola intención era poseerla sin atenuantes bajo la
anegación de la luna.
Aquella
mañana Juan manejaba callado a la vera de las coníferas. La hojarasca rojiza se
levantaba como la falda de una bailadora.
—
Cuánto falta, Dum —preguntó rugoso.
—
Después del cruce Neptuno.
—
Qué nombre estúpido —dijo Nina,
cruzándose de piernas y dejando que el pespunte de la falda le resbale sobre el
muslo.
—
Neptuno es el dios del mar —aclaró
Juan lanzando una mirada belicosa.
—
Los dioses son demasiado completos
—dijo Nina elevando la rodilla como si buscara la herejía de un pellizco—. A mí
denme lo inconcluso.
—
Te gustan las cosas truncas
—aseveró Juan dándole a la frase una cierta fosforescencia dubitativa mediante
el uso de un declive sonoro.
—
Algo así —dijo ella.
De
pronto la camioneta paró. El cono del asfalto se adentraba en un nidal de humo
mezclado con viento.
—
Hay un incendio —dijo Carlo, echando
la cabeza por la ventanilla.
—
Ponle la manita a Dumbo, ángel
—susurró Juan ajeno a los avatares del bosque.
—
¿Qué cosa? —inquirió desaforada la
mujer.
— Que le pongas la manita, insuficiente —bramó Juan
desajustándose el cinturón con un ademán que no por certero estaba despojado de
torpeza.
—
Insuficiente eres tú que haces
bromas tan tontas —supuró la joven con todo el cuerpo.
—
Vamos, ponle la manita al gorila
—dijo Juan y comenzó a fricar salvajemente los muslos de la chica.
—
Déjala hacer a su modo —dijo Carlo—.
Las sirenas son así.
—
No hay ningún modo —chilló la
mujer—. Quita esas zarpas.
Juan
se chupaba las palmas y luego las raspaba como espátulas por las pantorrillas
henchidas de Nina a la vez que roía sus muslos hasta trazarles la forma de un
planisferio con cinco ríos.
—
A las polluelas les gusta ordeñar
a los cerdos —decía.
En
ese instante Carlo tomó a la joven de la pelambre y la obligó a posar la
dentadura sobre su pecho.
—
Bebe del cántaro —dijo metiendo el
hocico entre las hebras liosas de la cabeza de la chica.
Juan
cogió las muñecas de Nina y las amarró al volante con el cinto. Por su lado Carlo
esgrimió una varilla sin pellejo y la agitó sobre los nudillos de la mujer a la
manera de un violinista.
— Te
vamos a lastimar las piernas porque son las más hermosas del mundo —dijo, y luego sonrió.
Rafael Teicher