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domingo, 1 de julio de 2012

Puerco que no canta anda buscando su presa


Contra las acriminaciones y los exhortos de su madre, Nina partió con dos de sus compañeros a una excursión al monte. Los había conocido en la escuela de meditación a la que concurría por consejo de un primo. Su madre la había advertido sobre la inconveniencia de un viaje con dos muchachos en pleno despliegue genético, pero ella quería demostrarle —y demostrarse a sí misma— que era poseedora de una identidad homogénea, y que sus arrebatos amatorios ya estaban extintos. Se sentía radiante con sus nuevas prácticas y quería dar un corte definitivo a los oprobios que recibía por parte de sus hermanos y de su madre respecto a la reputación de la escuela.

La mañana en que la madre la vio partir en la camioneta de Juan, llevaba puesto un enterito con pantalón corto y tiradores, además tenía una cinta elástica que junto con un pañuelo parecían erigir en su cabellera una diadema. La cajuela del vehículo resplandecía bajo los meneos translúcidos del aire, y dejaba ver un conjunto de enseres de alpinismo y un enorme rollo de tela. Juan se había presentado con Carlo, al que llamaban “Dumbo” por causa de la carnosidad de sus orejas y por cierta capacidad aerodinámica que ostentaba a la hora de los ejercicios del yoga. Nina había salido con Carlo un par de veces y se había asombrado de la sequía y de la llaneza de sus modos. Recordaba al joven deglutiendo confites en el asiento trasero del auto cual si fuera un autómata de hojalata accionado mediante un aparejo de cuerdas. Con Juan, en cambio, sólo había mantenido una disputa acerca de la hiperventilación inducida, pero sospechaba que llevaba una vida rústica, y que su corte de cabello al acero denotaba mucho más que un modismo, y que constituía el santo y seña de alguna cofradía nocturna de esas que organizan convites en las casas en ruinas en los cuales las drogas y las cartas circulan como regueros. A pesar de las dudas que tenía acerca de la higiene astral de sus camaradas, Nina había aceptado la invitación sin mayor reticencia.

Compete decir que Nina era una chica pomposa de inaugurales veintitrés años. Su melena parecía un lirio y pendía por sus hombros como una capelina. Le gustaba cepillarla con un peine que le había regalado su abuela. Es un regalo que se derrama de una Mejía a la otra, le dijo al dárselo. Si te frotas con él honrarás la estirpe, agregó. Nina, que poco sabía de los cinismos y de las mezquindades de alcurnia, se aferró al obsequio como si fuera un remo. A menudo solía suponerse con los pelos encrespados cual cordeles eléctricos sorbidos por la correntada de una ventana que da hacia un bosque. Y acompañaba dichas alucinaciones con surgimientos de cocos velludos o de micos que venían rugiendo y dándose manazos en la pechera y cuya sola intención era poseerla sin atenuantes bajo la anegación de la luna.

Aquella mañana Juan manejaba callado a la vera de las coníferas. La hojarasca rojiza se levantaba como la falda de una bailadora. 
    Cuánto falta, Dum —preguntó rugoso.
    Después del cruce Neptuno.
    Qué nombre estúpido —dijo Nina, cruzándose de piernas y dejando que el pespunte de la falda le resbale sobre el muslo.
    Neptuno es el dios del mar —aclaró Juan lanzando una mirada belicosa.
    Los dioses son demasiado completos —dijo Nina elevando la rodilla como si buscara la herejía de un pellizco—. A mí denme lo inconcluso.
    Te gustan las cosas truncas —aseveró Juan dándole a la frase una cierta fosforescencia dubitativa mediante el uso de un declive sonoro.
    Algo así —dijo ella.

De pronto la camioneta paró. El cono del asfalto se adentraba en un nidal de humo mezclado con viento.
    Hay un incendio —dijo Carlo, echando la cabeza por la ventanilla.
    Ponle la manita a Dumbo, ángel —susurró Juan ajeno a los avatares del bosque.
    ¿Qué cosa? —inquirió desaforada la mujer.
— Que le pongas la manita, insuficiente —bramó Juan desajustándose el cinturón con un ademán que no por certero estaba despojado de torpeza.
    Insuficiente eres tú que haces bromas tan tontas —supuró la joven con todo el cuerpo.
    Vamos, ponle la manita al gorila —dijo Juan y comenzó a fricar salvajemente los muslos de la chica.
    Déjala hacer a su modo —dijo Carlo—. Las sirenas son así.
    No hay ningún modo —chilló la mujer—. Quita esas zarpas.
Juan se chupaba las palmas y luego las raspaba como espátulas por las pantorrillas henchidas de Nina a la vez que roía sus muslos hasta trazarles la forma de un planisferio con cinco ríos.
    A las polluelas les gusta ordeñar a los cerdos —decía.
En ese instante Carlo tomó a la joven de la pelambre y la obligó a posar la dentadura sobre su pecho.
    Bebe del cántaro —dijo metiendo el hocico entre las hebras liosas de la cabeza de la chica.
Juan cogió las muñecas de Nina y las amarró al volante con el cinto. Por su lado Carlo esgrimió una varilla sin pellejo y la agitó sobre los nudillos de la mujer a la manera de un violinista.
— Te vamos a lastimar las piernas porque son las más hermosas del mundo —dijo, y luego sonrió.

Rafael Teicher

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