"He aquí, el sembrador salió a sembrar.
13:4 Y mientras sembraba, parte de la semilla cayó junto al camino; y vinieron las aves y la comieron.
13:5 Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra;
13:6 pero salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó.
13:7 Y parte cayó entre espinos; y los espinos crecieron, y la ahogaron.
13:8 Pero parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a sesenta, y cuál a treinta por uno.
13:9 El que tiene oídos para oír, oiga."
Mt 13, 4-9
El camino tiembla. Es vacilación perpetua, flujo. Y, por tanto, es impaciente, opositor. La tierra es fértil por razón de su quietud. Está en estado de meditación. Resulta del detenimiento del camino. Un camino hecho polvo es la tierra. No escapa. No cavila. Es un dormitorio, un silo de paciencias: una renuncia. La tierra no muda, invoca.
La palabra viene a caer, a llover y a golpear en el camino. No sabe echar raíz. El camino la solivianta y la viaja. Y una palabra que se atraviesa, se consume. La palabra es aguijón, y cruz. Viajar es volverse lo distinto. Des-caminar.
Las voces precipitadas en la senda añoran la forma jubilar y sedentaria de la tierra. Tienen hambre de festejo sordomudo y de vacío. Claman la maternidad sumisa y anciana, la fijeza. Tienden hacia la plenipotenciaria senectud de la tierra. Allí, en el escalofrío de las directrices, las palabras se tornan premio para el pájaro. El pájaro no labora el mundo. Es excursionista, invasor. Llega desde la cara oscura del viento, para saquear el verbo. Es adverso. Es estratega.
La palabra que rueda en el pedregal detona vertiginosa y ríe. Como una carcajada revienta bajo la primera piel de la piedra. En el pedregal ansioso e indiscreto, crepita la palabra hasta secarse. La roca no agasaja. No conduce a la simiente hacia el retablo. No le hunde el rayo carnicero de la muerte. Y si la palabra no muere abrazada en la placenta turbia y calmosa, no legisla, no poetiza.
Existe un tercero destino de la lengua. Lengua que deviene y se abaja entre los cardos. Obligada a la conflagración. Crece doliente como un afta. Eclipsada por el relumbre sibilino del abrojo. La espina es espina para el trovero, pero ante los ojos barrosos del hombre hundido, es coronada. Estas astillas perfuman la distancia del invidente. Sin embargo, detrás de la pantalla de la flor gobierna el hueso.
¿En qué papel echarás tú tu reguero de letras?
Rafael Teicher
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