Luego de una noche eléctrica de luna, de bochorno, y de vientos descosidos, mi cara se marchó a Montevideo. Dejó una nota escrita con pasta de jabón en el espejo. Decía: me cansé de ayudar a los párpados, estoy sofocada, me voy. Y se fue.
Al amanecer, cuando me quitaba las medias para apaciguar los hervores, percibí que mi cabeza terminaba de modo brusco por la parte frontal; en un plano. Recordé unas pinturas surrealistas, donde las cabezas aparecen envueltas en telas blancas, como si fueran parte de maniquíes pálidos y blandos. Pero me adapté con bastante rapidez a la situación.
Solucioné algunos inconvenientes menores con gran ingenio. Por ejemplo, con cintas de embalaje logré apuntalar los ojos y los cauces de las cejas. La sonrisa gregaria, ineludible, la moldeé con pequeños granos de algodón bajo los labios. El resto pasó completamente inadvertido.
Por unos vecinos, que viajan con frecuencia a la costa oriental, supe que la cara se había instalado en un pequeño departamento en la parte antigua de Montevideo. Se la veía poco, dijeron, a veces en el mercado comprando frutos de mar, o pan. Usaba pantuflas peludas color café y solía salir los días de sol a caminar del brazo de una cara amiga ( la cara de un ex organista luterano, jubilado, nativo ), dijeron. Mis vecinos, adictos a las hablillas como pocos, conocieron que mi cara estaba enamorada y que proyectaba casarse con esta cara amiga.
Ahora pienso que es justo. Todos merecemos una vida de abundancias.
Rafael Teicher
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