"49. Señalando a sus discípulos, añadió: Aquí tienen a mi madre y a mis hermanos. 50 Pues mi hermano, mi hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo."
Mateo 12:49-50
El cuerpo de la madre sucede de manera cristalina, es recto. Se somatiza madre en la manga anárquica de la memoria: ocurre madre. Es acontecimiento de precisión, de aurora. Requerimiento inexcusable de lo articulado.
¿Qué es ser madre sino parir el polvo?
Se pare hacia lo abierto. La dimensión del nacimiento es siempre clara. Quien pare, invita. Y curiosamente, la madre es ese sigilo atrasado, púdico y contrario a los disturbios de la vocación. No somos exigidos desde la madre, sino expatriados por su canto. Al nacer se nos empuja, se nos martilla sobre la coraza impertérrita del tiempo.
Al darnos a luz se nos emprende.
Ya podemos ir calculando que la iniciadora divina de las transparencias es la madre. Claro que, cuando nos referimos a la madre, nos referimos al ser. Todos los seres que votamos y ensayamos lo desprendido, somos madres. La madre es como la socialdemocracia de la luz.
¿Mas qué alumbramos cuando nos anega la gracia? Expulsamos ideas, lazos, sitios. Somos las parturientas y las gestantes de las cosas libres. Nos preña la alegría.
Hemos de asumir entonces, que ser madres, es un modo de enlace con el mundo. Es el mundo. Lo maternal representa lo encarnado.
Así, lo tremendo es que la madre echa hacia el dolor, y exilia. El que pasa a través del arco iris de la madre se casca húmedamente, y cruje. Es que al abrir los ojos, adolecemos. Se viene, irremediablemente, sobre el corazón crucificado. En Cristo se extinguen las esencias, y se nos legan. No hay más.
No redunda aclarar que el malentendido biológico respecto a la aptitud materna no nos llega del cuerpo. El cuerpo es turbulencia en la corriente de la carne. Se trata de una sospecha dialéctica que deviene bajo la estructura del compuesto. El cuerpo arriba a la estación de lo conjunto, se aglomera y se demora en masa. De manera que el cuerpo sabe de sobra que el horizonte materno no se consuma por el gen, que no es dinástico. Existe un señorío sobre lo genealógico que es absolutamente ajeno a la condición inaugural y filantrópica de la gravidez. El cuerpo sabe a ciencia cierta que la heredad sanguínea es accesoria. Ha comprendido por alevosía que sólo ha de primar la claridad.
Saltan embriones al barro, porque resuenan. El feto es eco del gesto intocable del amor. Primero abrazamos en la incandescencia, luego en la parte. Esto lo anda vociferando el cuerpo por todos lados, y todo el rato. Pero no lo atienden. Lo precedente, y lo ansiado en la madre, es el don. Al conceder, parimos. Es así, se desgañita el cuerpo.
De manera que todo derrame ventajoso, o impar, o desgarrante, es materno. La madre es aquella zona subjetiva, aquel ente, que faculta la arrancada, y que convida a la pérdida.
Se nos ha dicho en filosofía que la acción multiplicadora es intangible. Que se asemeja al brillo latente y umbilical, o al goce despoblado: que es perfecta. Y se nos explica, con jactancia, que al volverse madre, este brío, o este escándalo diseminado, se torna posición de lo incompleto, y que se imparte. En vista de ello, declamemos a la madre como el consentimiento sustantivo a la intemperie, como la manía de la espera. Promovámosla como la preferencia por lo coherente y la repulsa al espejismo.
La madre concreta el mundo. Lo edita.
Una madre auténtica siempre luce verde, refrescante. Lo que nace, nace viejo, dolido. Pero, si bien la madre es la que demanda de este lado del cielo, no deja de ser el auxilio a lo que irrumpe. Su reclamo es terapéutico. Como si dijéramos que nos trabaja desoladoramente hasta que nos conquista como una forma robada al disimulo. Nos expolia del seno mudo y monstruoso, y nos otorga.
Todos los amantes del mundo pulseamos con la indiferencia. Mejor es la blancura indistinta que la mancha de la vida. Pero somos tozudos, militantes. Gracias a Dios somos guerreros de la presencia, y de los verbos. Cuando llenamos una mano faltante, o batida, con la espuma acariciadora del mendrugo, somos puérperas de paz.
Cualquier cosa que haga las veces de socorro al vacío, o de lucha israelita contra el menoscabo del movimiento y del retraso, es maternal. Porque el estar encinta es homérico. El que engendra no hace otra cosa que fundaciones por el agua. Es el gran arquitecto de la insistencia.
La madre, digámoslo sin tapujos, es el modo de engarce interesante con el sacramento de la tierra. Es lo que empolla en lo incoloro, y luego, gratifica y se descarga.
Madre es el único y verdadero nombre de la existencia.
Rafael Teicher