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jueves, 5 de febrero de 2015

Problema de Fondo


nivel de escritura elemental, para editar como e-book y ser leído en el tren


El hombre despertó con la cara irritada. Había dormido toda la noche con la boca abierta, como un pozo. Estornudó varias veces y se limpió los labios contra el almohadón. Se puso de pie con movimientos laxos. Avanzó hasta el baño y abrió la ducha. Cuando el espejo comenzó a empañarse apoyó una mano en el lavatorio y la nariz contra el cristal. Olía a agua caliente y sucia, y a encierro. Sin  embargo, algo bautismal anegaba el cuarto. 

Esa mañana decidió salir sin desayunar. Tomó el tren de todos los días. Iba cargado como si se tratara de un servicio estatal de último momento que condujera a los ciudadanos a algún refugio por una alerta de guerra. Nadie levantaba los ojos hacia el aire, ni se atrevía a depositarlos en los ojos del otro. El hombre, Juan, señoreaba con sus párpados carnosos en esta extraña vacancia sensorial y de conciencia. Era capaz de recorrer carteras, piernas desnudas, móviles, árboles al otro lado del vidrio, argollas, pasamanos. Todo le pertenecía, como si fuera el amo del mundo.

El silencio externo no resultaba de una coyuntural y casual conjunción de maniobras voluntarias, sino que se derramaba desde la rabiosa concentración de los pasajeros en sus celulares. Pulsaban las teclas como si cascaran nueces. Hacían fuerza procurando imprimir carácter a sus fungibles dichos, lo cual es una paradoja evidente. En verdad no escribían, de eso Juan estaba seguro. Escribir es una tarea antigua, llena de moho y de hidalguía. Ellos tocaban el mundo a través de una cáscara de plástico, o de un vidrio blando. Poseen. Eso hacen, poseen el mundo, sentenció el hombre.

Y mientras sus compañeros de rutina se adueñaban de los volúmenes brillantes de la vida virtual, Juan, accedía con la vista y con el anhelo, a los frontispicios de los edificios y a los balcones abiertos, que estaban de pie frente al sol. Se parecen a helados de fruta esperando el paso terrible y dulce de la lengua de Dios, definía.

Arribó a la oficina de la editorial diez minutos antes del comienzo de la jornada. Entró haciendo un psicodélico y espantoso ruido con las mangas de su campera. El aire estaba frío. Se preparó un vaso de café de la máquina. Tenía un olor penetrante, más literario que real. Eso lo reconfortó. Estaba habituado a las sensaciones falsas de tal manera, que lo concreto, muchas veces, le resultaba insípido. Encendió el ordenador. Acomodó el tacho de los papeles en el rincón y se sentó en la butaca. 

A través del fibroso y leve humillo del café pudo observar a Carmen que ingresaba en su gabinete. Cerró la puerta con donaire, respondiendo con altivez a alguna especie de lisonja imaginaria e inoportuna. La cerró con viento y todo, pensó Juan, y eso lo dejó llano y lacio como un pedazo de espejo.

- ¿Te caíste de la cama?-dijo una voz.
- Hace un par de años -contestó Juan sin desplegar, o contraer, mayores arrugas en el rostro.
- Se fue para siempre-replicó la voz- Cuándo lo vas a digerir...

Juan estrujó el vaso de café vacío y lo arrojó al cesto. 

- Cerrá más despacito que vas a romper el vidrio -dijo, y suspiró.

Al otro lado del tabique de la oficina de Juan, se oía el desplazamiento de un mueble trabajoso, no pesado, pero imposible. No trajo la mini negra, pensó Juan. Un día menos activo. 

- ¡Carmen! -gritó de pronto, levantándose de la butaca.

Al cabo de un cortante silencio, se abrió la puerta de la oficina de Juan. Carmen estaba de pie en el marco de la puerta, con la blusa completamente desabrochada.

- ¿Me ayudás con el broche? - dijo, señalando con el rabillo del ojo sobre su hombro.
- ¿Te dieron franco? -dijo Juan sin inmutarse.

Ella mantenía la composición. Juan fue rústico:

. Abrochate la blusa, es tarde. 

La mujer giró taconeando y trabó la puerta tras de sí con un ademán sigiloso y perfecto. Y al hacerlo, Juan quedó envuelto en una suerte de neblina de sí mismo. Torrentes triunfales de perfume de Juan entraban por sus fosas nasales y lo embriagaban. A pesar de la sensación de imperio, no se sintió satisfecho y volvió a desplomarse sobre la butaca. 


( como nadie financia esta publicación nunca sabremos nada más de la vida de Juan )

PD: el corrector de estilo quedaría a cargo de la sustitución de la palabra "butaca", por un sinónimo no muy artificioso, en dos de las no muy felices ocasiones en que es utilizada por el autor.


Rafael Teicher Virasoro Zubiría

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