Lo que en la cinta “Sansho Dayu”, de Kenji Mizoguchi, debiera resaltar como virtud —la integración de los recursos ( encuadre, montaje ), en una continuidad plástica—, acaba generando algunas inquisiciones ontológicas de fuste. ¿Qué ( o quién ) determina que el detalle ( cuadro, enfoque, movimiento de cámara, luz ) no ha de primar por sobre el cuerpo total de la obra? ¿Por qué seguimos el axioma que establece el imperio de la trama sobre el instrumento?
A decir verdad, la demora ( con regodeo ) en el plano precioso, no constituye un pecado declinante o barroco, sino que apunta a un destino extraño para la pieza de arte en general. Si sólo importara la eficacia, entonces sí habría un meridiano consenso acerca de la subordinación de la herramienta al conjunto. Pero no. La única ingravidez de la que somos capaces no depende de lo práctico. Lo práctico es cómico. Nosotros, en cambio, optamos por la tragedia de la inoperancia y la estulticia del lujo. No queremos que los engranajes conquisten la transparencia. Requerimos desgarros, cochambres, y alaridos. Tomamos partido por las fronteras impermeables entre las partículas, y por la evidencia, morosa o hedonista, en las instancias de hermosura. Así las cosas, lo lacio del film de Mizoguchi, no nos cancela por entero. Elogiamos sin tapujos ni mesura la pericia del maestro, mas proseguimos las pesquisas en las geografías del acento, del error, y de la sombra.
Rafael Teicher
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