El hombre se rasura la barba frente al espejo muerto. Va vestido con pijama a rayas celestes y grises. Al otro lado del tibio tragaluz, un tren, enjambrado y senil, ensucia el dorado de los brotes. La cera del alba se ablanda en las estructuras repentinas de las flores.
El hombre rota la quijada en el meollo materno del sol. Cierra los ojos para mirar más lejos. Traba las pestañas y las cejas. Aspira el rostro. Y comprende, que está cayendo hacia el centro ronco e inconfeso de la vida.
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