-Te quiero, nunca lo olvides- en la voz dulce.
No escuchó pasos. No percibió un desliz en la sábana humana. No intuyó el sueño. O la realidad que la esperaba. Fueron minutos de un aroma eterno. En algún momento se instaló la muerte. El amor de la muerte. La conciencia de la pérdida. Y entonces, el sabor de la mañana no supo de mentiras. La verdad no la desmoronaba. La mujer no era presente. Ni ayer. Pero el futuro era otro. Un doblez del tiempo. Un arañazo oportuno. Un arañazo necesario y vivo. La muerte en vida. O la vida más allá. No podía mantenerse bajo el mismo reloj de siempre. Entonces se sumergió en lo que creía real. Abrió los ojos y las mismas paredes la observaban. El mismo piano. La misma ausencia de fotos. Pero la realidad tenía otra fragancia. La ilusión otro color. El universo otro mediodía. La casa otras pupilas. La casa. Su casa. La de ellas. La de ella. Se respiraba. Y respirando tomó su bolso. Volvió a cerrar la puerta. De camino al colegio, las mismas paredes dentro de la casa. ¿Las mismas paredes? El cuadro era impostergable. La dicha era impostergable. Se pintó el Sol en la cara y supo que la Luna la había visitado. La palabra había sido intensa. Y la voz de su madre, la casa en palabras.
Gabriela Bruckner
Ciertamente cuando divagaba por la lectura de esta obra, iba esculpiedo en tu recuerdo, porque en cada palabra y cada frase, se dibuja algo parecido a parte de tu historia, o quizas tu historia propia.
ResponderEliminarComo sea, creo que en tan breves, pero intensos pasajes, te reconcilias contigo, con tus dolores, tus miedos y tu sensibilidad que aquí, aflora con maestría.
Felicitaciones, es lo menos que te puedo decir.
Un abrazo.
Muchas gracias Patricio. Gracias por tu sensibilidad, gracias por acercarte.
ResponderEliminarUn abrazo
Gabriela